La lucha contra los ruidos es necesaria en el mundo moderno. Cada vez nos encontramos rodeados de ruidos que deben ser controlados, evitados o atenuados, ya que de ello dependen el reposo y la salud de los humanos. Los ruidos representan un peligro real si son violentos, agudos, bruscos, cercanos y, principalmente, si son continuos, rítmicos. El oído tiene sensibilidad suficiente para percibir sonidos muy débiles, sonidos cuya intensidad medida en decibelios no llega a la unidad. Pero esta misma sensibilidad puede provocar una sacudida de todo el cuerpo cuando estalla el trueno, cuya intensidad supera los 120 decibelios. Entre estos extremos, existen numerosos ruidos de la civilización que contribuyen a irritar nuestros oídos: la circulación automovilística intensa (entre 40 y 60 decibelios), el funcionamiento de un martillo neumático (110 decibelios), el disparo de un cañón (entre 100 y 120 decibelios), etcétera.

Todos los ruidos violentos o continuos son nocivos, y el hecho de escucharlos continuadamente provoca primero la sordera (por etapas y sin curación posible) y desequilibrios nerviosos. La lucha contra el ruido es una preocupación de los poderes públicos de numerosos países. Esta lucha se refleja en diversas medidas, como la prohibición de emplear la bocina de los automóviles en las aglomeraciones urbanas, la obligación de colocar un silenciador en los tubos de escape de los motores de explosión, la prohibición de que vuelen aviones por encima de determinadas ciudades y tantas otras. Hay países en los que la sordera es considerada como una enfermedad profesional que da derecho a indemnizaciones reparadoras para los trabajadores empleados en oficios en los que deben soportar muchos ruidos, como la metalurgia, la calderería, etcétera. El ruido es inevitable, pero existen remedios eficaces contra él: insonorización de los locales, la colocación de cristales gruesos o dobles, etcétera.