En 1783 se elevaron por vez primera aeróstatos por el aire. Los dos primeros, construidos por los hermanos Montgolfier e inflados con aire caliente, llevaron animales; a continuación apareció el de Pilâtre de Rozier, que fue el primer hombre que se elevó por los aires. Jacques Charles, el tercer constructor, llenó su globo de oxígeno y el artefacto resultó tan ligero que tuvo a su pasajero toda una noche entre las nubes. El globo, que al igual que los barcos, los submarinos o los batiscafos, obedece al principio, muy simple, descubierto por Arquímedes hace más de dos mil años, raramente se utiliza en la actualidad. 

En primer lugar, es difícil procurarse un gas inerte más ligero que el aire; hay que tener en cuenta que el hidrógeno o el gas de alumbrado, que se emplearon durante largo tiempo, tienen el grave inconveniente de inflamarse con la menor chispa.Otra dificultad consiste en gobernar el ascenso y el descenso. Para ascender, el aeronauta no puede hacer más que soltar el lastre que lleva a bordo, lastre consistente casi siempre en arena, material que tiene la ventaja de no causar perjuicios ni heridas cuando llega a tierra. Para descender sólo existe una solución: deshinchar el globo. La guía, un grueso cable que se puede arrastrar por el suelo, permite hacer más precisas las maniobras a poca altura, pero en realidad el globo sólo obedece a la fantasía del viento. Se había creído que podría dominarse el «globo dirigible», pero ese largo cigarro provisto de motor uno de profundidad y otro de dirección, sigue esperando la producción industrial barata de helio, un gas incombustible. Los meteorólogos confían sus instrumentos a globos sonda hinchados con hidrógeno. Estos globos, que explotan cuando llegan a alturas donde el aire está rarificado unos treinta kilómetros de altitud, se recuperan con la ayuda de paracaídas.