Presentes en todos los mares, tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, el Pacífico y el Índico, las sardinas pertenecen a diferentes variedades. Estos delicados animales no gustan de las aguas frías. Nacidas en el golfo de Gascuña, por ejemplo, donde la temperatura varía entre 10° y 17° C, tardan cinco o seis años en su emigración progresiva hasta las costas de Bretaña. Los inmensos bancos de sardinas se extienden por centenares de kilómetros, en las aguas tibias, en busca de sus minúsculas presas, del plancton del que se alimentan exclusivamente. Se sumergen con la corriente y con ella llegan hasta las proximidades de la superficie. Éste es el momento que esperan las aves marinas y los pescadores. Tradicionalmente, las sardinas se capturan con redes de malla fina, teñidas de azul con sulfato de cobre. Sin embargo, la más empleada es el «boliche», una red envolvente y deslizable, de ciento treinta metros de largo y treinta y cinco metros de alto, que se cierra sobre el banco, después de haberlo atraído con una carnada hecha de desperdicios de arenques y de bacalao. En el Mediterráneo, los pescadores prefieren atraer a las sardinas hacia la superficie, durante la noche, con la ayuda de potentes luces y capturarlas con jábegas envolventes. Este procedimiento tiende a generalizarse. 

Para aumentar las capturas, las flotas especializadas de las grandes potencias pesqueras localizan los bancos por medio del «sona y pescan con traínas. Las capturas pasan inmediatamente a barcos de gran tonelaje que acompañan a los pesqueros y que pueden considerarse verdaderas fábricas flotantes de conservas. El resultado de todo ello es el progresivo empobrecimiento de las zonas pesqueras, particularmente en las cercanías de las costas, lo que obliga a los pescadores a alejarse cada vez más de sus bases ya utilizar barcos mayores, provistos de un equipo también cada vez más perfeccionado.